lunes, 15 de agosto de 2011

«London riots», o la prueba de que la sociedad inglesa se va a pique

Jueves 4 de agosto de 2011. Un joven londinense del barrio de Tottenham, uno de los barrios más pobres de Londres, muere supuestamente asesinado por la policía. La familia del joven, a falta de recibir respuesta alguna de la policía, decidió hacer una manifestación el sábado 6 para ver si, así, la policía se dignaba a aclarar lo que ocurrió aquella noche. Sin embargo, lo que había comenzado como una manifestación pacífica, acabó siendo una batalla campal entre jóvenes, llegados de barrios ajenos y que nada tenían que ver con el joven, y la policía. Pero se les fue de las manos. En una sociedad plagada de madres adolescentes, de hijos sin figura paterna, de familias en las que ninguno de sus individuos han trabajado jamás y de hijos abandonados a su suerte porque no tienen una seguridad familiar a la que colgarse, algo de estas característica se veía venir, por mucho que nos pese. Lo que ocurrió ese sábado por la noche en un barrio ya de por sí muy afectado por la crisis, la falta de trabajo y oportunidades, la poca escolarización y, por qué no decirlo, un barrio donde parece más fácil vivir sin trabajar o vendiendo droga y tener como hobby pelearse con los jóvenes del barrio de al lado por un asunto de territorio, o donde ya hubo situaciones similares en los ochenta, es algo que no debería volver a ocurrir, ni allí ni en ningún sitio.

El supuesto enfado por la muerte de este joven (justificación injustificable, porque tanto la familia como los amigos dijeron que ellos no tenían nada que ver) dio paso a una anarquía en plena batalla campal en la que los jóvenes (y alguno no tan joven) decidieron que, como estaban enfadados, lo mejor era ponerse a romper escaparates y robar todo lo que pudiesen, porque como estábamos en crisis y sus padres no llegaban a final de mes, había que robar a los pobres comerciantes que habían creado sus negocios con (seguramente) los ahorros de una vida. Claro, tiene sentido, ¿a que sí? Mientras tanto, y como se lo estaban pasando tan bien (como mostraron algunas imágenes con voz que publicaron en las noticias: «We do it because it's fun»), decidieron añadir más diversión a la fiesta quemando comercios, supermercados y un edificio de más de 100 años incluido. Sí, porque la violencia se puede justificar con más violencia, eso lo sabemos todo, sobre todo los políticos se que empeñan en invadir el país (no tan) vecino para demostrar que tienen más poder. Porque es así como se educa a una sociedad.Consternados y preocupados, con la cara pegada a la pantalla del televisor y los dedos en el teclado del ordenador, pasamos la noche del sábado atentos a las noticias que nos llegaban por Twitter y por el noticiario. Mi afinidad al barrio de Tottenham me viene no solo porque he estado bastante, sino también porque mi novio se crió allí. Él estaba aún más costernado, incrédulo a lo que estaba pasando, y no paraba de contarme que él se acuerda de cuando sucedió algo similar en los años ochenta. Llamamos a su familia para asegurarnos de que todos estaban bien porque, aunque ya no viven en ese barrio sino un poco más lejos, algunos pasaban por esa calle cada día para ir a trabajar. Todos estaban bien.

Por supuesto, no hay justificación válida para algo así, más que la rebelión de las masas con poco más en su cerebro que combinar el color de las bambas de más de 100 libras con la gorra colocada de forma ridícula sobre su cabeza hueca, y que se creen que, como en casa hacen lo que quieren, también pueden hacerlo en las calles. Esos mismos chavales que hace una semana se estaban peleando a puñetazos (y seguramente navajazos) con el barrio vecino, estaban unidos con un mismo objetivo: conseguir caprichos gratis y destrozar cuanto más, mejor. Ese ansia de poder adquirir lo que les venía en gana, que les dio también poder de destrucción sin ninguna causa real, seguramente porque un sábado por la noche no tenían nada más interesante que hacer. Mientras tanto, los políticos, los periodistas, la gente de a pie buscaban un cabeza de turco a quien echar el marrón de todo lo que ocurría. Los videojuegos, el culpable favorito de los políticos, fue uno de ellos. Sin embargo, parece irónico que, precisamente, si todos esos chavales hubiesen estado pendientes de sus videojuegos, seguramente se habrían quedado esa noche en casa, jugando, en vez de echarse a la calle a ver qué hacía el vecino y de qué tamaño era la tele que robaba. La violencia injustificada no se debe a los videojuegos, ni a las películas, ni a que en la tele se digan palabrotas o se muestre violencia.

No. La violencia injustificada se aprende en el seno de una familia. La aprende de tus padres, de tus hermanos, de tus primos, de tus abuelos, de tus amigos... En definitiva, de la gente que te rodea. Si un niño hace algo mal y no recibe reprimenda, ese niño creerá que lo que ha hecho está bien. Si, por el contrario, recibe excesiva reprimenda y nunca recibe halagos, el niño acumulará odio y rabia que saldrá a borbotones en el momento menos esperado, de algunas formas que ni podrías imaginarte.~*~*~*~*~El domingo 7 amaneció con cierto aire de escepticismo. Lo que había ocurrido la noche anterior parecía un sueño, pero los rastros de los disturbios, los edificios quemados, las tiendas desvalijadas, decían otra cosa. Los políticos aseguraban en las noticias que algo así no volvería a ocurrir. Sin embargo, para aquellos que tomamos la red como si fuera nuestra vitamina de información, escuchábamos esas palabras con incredulidad, como si supiésemos que ellos tampoco se lo acababan de creer, como si todos tuviésemos la certeza, en el fondo, de que la historia se repetiría. Se veían imágenes y se escuchaban noticias sobre lo que había ocurrido en Tottenham la noche anterior en casi todos los canales y, seguramente, el hecho de que pareciese que la policía había hecho poco el día anterior, empezó a animar el ambiente caldeado y empezaron a leerse rumores en internet de que grupos de jóvenes se estaban reuniendo en ciertos barrios de Londres y estaban rompiendo vitrinas de comercios y saqueando lo que pillaban, tanto si era de valor como si no. Esa noche los disturbios empezaron en el barrio vecino, otro de los problemáticos: Enfield. No tardó en extenderse al barrio de al lado, Wood Green y, un poco más tarde, también empezó en Islington. Mientras tanto, el brote había empezado en el sur, en Brixton, otro de esos barrios en los que hubo muchos disturbios en los 80. Ya bien entrada la noche, oímos que en Oxford Circus también habían hecho de las suyas. Y esta es, para mí, la prueba evidente de que la mayoría de la gente que había en cada uno de los barrios perpetrando los destrozos no era de ese barrio. Como siempre, si tienes que cagar en la calle, te cagas en el jardín del vecino y no en el tuyo, porque ese lema de «no hagas al prójimo lo que no quieras que él te haga a ti» está ya muy pasado de moda. Eso es para los católicos... O bueno, ya, ni eso.

Ahora se hace al prójimo precisamente lo que te apetecería hacer, pero que no lo haces en tu casa por razones obvias.Otra noche de locura, de imágenes que parecen más traídas de las revoluciones que aparecen en las películas que en los barrios de la ciudad en la que vivo, una ciudad supuestamente moderna, progresista (ejem), con un cambio de gobierno que prometía ir a mejor (ejem), con la mayoría de población con una buena educación (ejem) y, sobre todo, con unas de las mejores sociedades del mundo (según he oído decir a veces a los políticos... ejem). Bromas aparte, la situación empezaba a preocupar. La anarquía de los 70, que nos trajo el extraordinario estilo musical punk como protesta ante lo que ocurría en aquellos años, reapareció completamente escondida en bajo la piel de una sinexcusa.

Y llegó el lunes. Las imágenes de los disturbios del fin de semana se repetían una y otra vez, en todos los canales, a todas las horas. El ámbito en las redes sociales no era muy distinto. Los tuits constantes con imágenes y comentarios de destrozos en diferentes barrios estaban a la orden del día. Lo peor era le indecisión, saber si esa noche volvería a ocurrir. Pero sí, pronto corrió la voz, más rápido en internet que en las noticias, de que se volvían a verse chavales corriendo de un lado a otro, atacando y saqueando tiendas y, sobre todo, con pinta de estar pasándoselo muy bien. Sin embargo, la noticia más desesperanzadora llegó cuando nos enteramos de que en Croydon, el barrio/comarca de vecino (antes de trasladarnos, pertenecíamos a la comarca de Croydon), habían quemado una tienda de muebles de más de 100 años de tradición. Fue ver las imágenes del edificio engullido por las llamas y empecé a llorar. A llorar de impotencia; a llorar por no entender cómo se había llegado a tal extremo, aun sabiendo algunas de las razones; a llorar por temer que no había marcha atrás y que esa sociedad, la sociedad británica, estaba ya acabada.

Mientras tanto, llegaban rumores de que se acercaban a Clapham Junction, otra zona muy cercana a nuestro barrio. De allí nos llegaban imágenes horribles, de niñ(at)os rompiendo escaparates y entrando en sitios en los que tampoco podían robar nada porque no había nada que robar, o diciendo que hacían eso «porque tenían que cobrarse los impuestos» (cuando muchos ni siquiera trabajaban y viven en hogares con familias que reciben ayudas del estado). Un panorama muy triste. Poco a poco, el movimiento se fue acercando a nuestro barrio. Lo primero fue un mensaje de un amigo que decía que había llegado ya. Nosotros no oíamos nada de jaleo en la calle, así que, esperamos. Después, alguien en Twitter dijo que habían saqueado e incendiado una tienda de electrónica de la zona comercial del barrio. Miramos por la ventana y, aunque se encontraba al otro lado de las casas que tenemos enfrente, no vimos nada. Bajamos a la calle y miramos la calle principal, pero no veía nada.
Un rato después, empezamos a ver humo que salía de por encima de los tejados de las casas. Fue entonces cuando pasé miedo de verdad, ya no porque se pudiesen acercar y destrozar el barrio, sino por que pudiesen entrar en las casas y robar a la pobre gente que no tiene ni seguro ni nada con qué cubrirse, ni siquiera defenderse. Sin embargo, seguíamos sin oír nada y toda la información de lo que pasaba en nuestro barrio nos llegaba por Twitter. Parece que solo fue un susto, ya que los alborotadores se fueron tal y como llegaron. Al poco rato, nos llegó la noticia de que unos cuantos chavales se habían quedado encerrados en una de las tiendas que habían quemado... Por una vez, tuve pensamientos diabólicos y me alegré: eso les enseñará a no hacer lo que no deben. Los alborotos se habían extendido ya a todas las comarcas de Londres e, incluso, a otras ciudades de Reino Unido como Birgmingham, Bristol, Nottingham y, en menor medida, en otras ciudades.

Con este miedo, preparé la maleta, ya que tenía que volar al día siguiente. Cuando nos despertamos, el día 9, lo primero que hicimos fue encender la televisión para ver si había novedades. Las mismas imágenes de la noche anterior y alguna nueva se repetían una y otra vez en todas las cadenas. Derren se fue a trabajar y yo me dispuse a intentar hacer algo de trabajo antes de irme al aeropuerto, sin saber siquiera si sería capaz de coger el tren o no, ya que tanto el barrio donde cojo el tren para el aeropuerto como otro de los barrios por los que pasa el tren, habían sufrido los asaltos de la noche anterior. Unas horas antes de tener que salir, Derren llamó diciendo que la policía había llegado a su trabajo (trabaja en Wimbledon, a 15 minutos en bus de casa) y había recomendado a todas las empresas y comercios a cerrar y a los trabajadores a irse a su casa, por seguridad. Aún no se sabía nada, pero parece ser que habían tomado esa decisión por si acaso se acercaba el revuelo al barrio. Al final, opté por irme en taxi: la opción más cara y no siempre la más rápida, pero era la más segura. Para allá que me fui. Comentando con el taxista lo que había ocurrido, pasé justo por las tiendas que habían saqueado la noche anterior, y el panorama era desolador: los vidrios de los escaparates se habían tapado con maderos para evitar que la gente entrase y se llevase lo poco que los saqueadores habían dejado. Con ese panorama tan desolador, me llamaron de una cadena de televisión mallorquina para hacerme una entrevista, que me llevó casi todo el camino al aeropuerto.

Aquella noche, Londres durmió sin alboroto. Intranquila, aún consternada por lo que había ocurrido durante los últimos días, pero sin sufrir ataques. Ha sido un momento que pasará a la historia, que todos recordaremos, sobre todo los políticos que presumían de tenerlo todo controlado con esta nueva candidatura y están demostrando que se les está yendo el tiro por la culata en todo.

Sí, señores, el hombre es el único animal que tropieza dos veces (o más) con la misma piedra.