jueves, 5 de mayo de 2011

Una estrella más en el cielo

Cuando alguien se va de este mundo, alguien con quien habías compartido una parte importante de tu vida, notas como si, de pronto, se formase un vacío dentro. Un vacío sin sentido que no puedes explicar y que solo puedes rellenar con recuerdos, imágenes, sentimientos... Ese hueco quedará ahí para siempre, o hasta que puedas olvidar también esos recuerdos con los que lo has conseguido llenar. Un vacío lleno, una alegoría de la contradicción, un pozo sin fondo lleno de agua.

Sigues imaginando esos recuerdos que os unían, el tiempo pasado juntos, las experiencias descubiertas, las risas y los llantos. Recuerdas la última vez que os visteis, y la penúltima y la antepenúltima y te preguntas por qué no ha habido más entre ellas, por qué no insististe en veros y seguir compartiendo otra experiencia. En mi caso, ese espacio de tiempo sin ver a la otra persona fue algo forzado, algo impuesto por una tercera, lo que me lleva a sentir aún más arrepentimiento por no haber hecho lo que yo quería y haber conservado esa amistad que tanto apreciaba y que, en el fondo, también necesitaba.

Mi expareja murió la semana pasada tras un año largo padeciendo cáncer. Tenía 34 años y toda una vida por delante. Habíamos pasado la etapa final de la adolescencia juntos y juntos habíamos descubierto cosas que solo se experimentan una vez en la vida. Casi cuatro años despues del día en que nos conocimos, decidimos seguir nuestras vidas por separado, pero conservando esa amistad tan buena que ya teníamos. Pasó un año, pasó otro y otro, y sentí cómo eso que había empezado como un amor adolescente se había convertido en una gran amistad, en un apoyo mutuo, una confianza que se tiene con muy poca gente. Sin embargo, de pronto, un día vi cómo me arrancaban de un tirón y sin que siquiera pudiera quejarme eso que tanto necesitaba. Perdí el contacto y las noticias sobre él me llegaban con cuentagotas. Tuve que conformarme con ser feliz con su felicidad, aunque tampoco sabía si así era.

Pasó el tiempo, conocí a más gente, conocí a algunos «especiales», pero la cosa no parecía cuajar. Cambié de ciudad, después, de país, conocí a otro «especial» y este sí que lo fue de verdad. Pero durante ese tiempo, de vez en cuando, echaba la vista atrás y recordaba con melancolía ese amigo que me había negado su amistad y pensaba que, algún día, podría hacerle toda esas preguntas que se iban acumulando. La semana pasada, esa esperanza se truncó.

Ahí quedaron las preguntas, en el hueco junto a los recuerdos, junto a las imágenes, junto al eco que producen al resordecer en ese hueco. Habría querido preguntarle si era feliz, si también sentía que le faltaba mi amistad como a mí me faltaba la suya; quería saber por qué se había separado tanto, por qué no había hecho lo que realmente quería sino lo que le habían dicho que hiciese; quería saber si, ahora que habían pasado los años, podríamos volver a ser amigos, aunque no fuese como antes; quería saber qué pasaba por su cabeza...

Cuando un amigo se va, sientes como si te faltase algo en algún lugar del cuerpo. Lo notas, pero no sabes dónde está. Solo te queda el recuerdo y la pena de no haber podido aprovechar más los últimos años juntos, de que se haya ido y no hayas podido decir adiós. Te queda el saber que, después de todo, estará mirándote desde allí arriba, porque ya hay una estrella más en el cielo.

Descansa en paz, amigo mío. Te echaremos de menos.