viernes, 26 de junio de 2009

La muerte de una leyenda

Poco antes de irme a dormir, me dieron la noticia de que Michael Jackson estaba en coma. Mientras buscaba confirmación por internet, pensaba: "Habrá tenido algún accidente de tráfico y se le pasará". Cuando abrí la página de noticias, el titular contaba ya sobre su muerte. Supongo que mi reacción fue la de otros muchos millones de personas en todo el mundo: sorpresa, descrédito y esperanza de que todo hubiese sido, simplemente, un mal rumor para alzar las espectativas que había sobre la estrella. Pero tanto las noticias por la televisión como por internet ya lo confirmaban: a las 14h (su hora local), había sufrido un paro cardíaco y, a pesar de que intentaron reanimarlo, El Rey del Pop nos había dejado.

No es que fuese una «superfan», pero su música no estaba mal y supongo que sentía algo de compasión por ese niño prodigio que acabó convirtiéndose en alguien a quien todos odiaban y amaban por partes iguales. No, no era pena por él lo que sentía. Era, más bien, entendimiento. Es como si comprendiese perfectamente todo el proceso de «des-evolución» que había sufrido en los últimos 20 años de su vida. Podía escucharlo, desde hace años, cómo gritaba por ser amado, cómo seguía intentando llamar la atención porque, al fin y al cabo, no fue un niño querido. Sí, el público lo amaba, pero él quería reconocimiento en su familia, cosa que nunca tuvo. Era, más bien, una máquina de hacer dinero y conseguir fama, que acabó separándose y haciendo la suya, a pesar de seguir intentando por que todos estuviesen de acuerdo con ello. Y no es nada fácil. Hay que ser muy valiente, tener mucha riqueza interior para conseguir hacer lo que te dé la gana sin que tu familia lo apruebe y, además, que no te afecte. Pero él no tenía esa fuerza interior. Se escondía tras su música y sus bailes, tras los conciertos espectaculares. Quería esconderse tanto que empezó a rechazarse a sí mismo. Se cambió el color de la piel, la forma de la cara, se ocultó bajo un sombrero, bajo una faceta que muchos criticaban pero que muy pocos consiguieron entender, y casi nadie, ayudar.

Su amor por los niños no era más que su propio amor por él mismo, por el niño que él un día fue y que ya no podía ser. Amén de cualquier especulación de abuso que se le haya podido dar. Yo creo que, en el fondo, era un niño pequeño y, como tal, seguía viéndose como cuando tenía 6 años y estaba cantando y bailando con sus hermanos. Y era así como veía a los niños de los que se rodeaba.

Pero nos dejó. Seguramente estará allí arriba mirándonos, seguramente riéndose de todos aquellos que, alguna vez, lo criticaron. Seguramente es ahora cuando puede ser la persona que siempre quiso ser. Alguien efímero pero eterno. El todo y la nada.

Hasta siempre, Michael.

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