Pues sí. Cuatro años.
Y parece que fué ayer cuando me sacó del bar, me llevó a un lugar apartado y me dijo lo que sentía. Y aún me acuerdo de todo como si fuese ayer.
Cuatro años en los que podría decir que, tal vez, valiese la pena que el principio fuese tan duro porque ahora puedo estar más relajada. Sigo pensando que tenemos ciertos aspectos que son muy diferentes, y que, tal vez, impiden que este «uno formado por dos» sea mejor. Y es que, le cuesta expresar lo que piensa. ¡Será jodío! Y mira que yo insisto, pero no, parece que le gusta eso de tener su propio mundo donde él es el rey, para poder acceder a él cuando necesita estar solo. Y sé que, cuanto más ataque ese mundo, más defensas colocará para protegerlo, así que, a lo mejor, conviene dejarlo libre, para que se relaje y se abra solo... ¡como los mejillones!
No es que me queje. Está bien tener algo de intimidad, y es bueno para los dos, pero yo creo que, en una relación, hay ciertas cosas que hay que compartir, como compartes con tu mejor amigo lo que piensas, lo que te preocupa, o las ganas que tienes de irte de viaje. Vale, la cultura, la forma de ser, hace mucho. ¡Pero son 4 años de vivir con alguien superpasionalvivalavida! (él no, yo) Algo se te tenía que haber pegado, ¿no? Vamos, digo yo. Seguro que algo sí que se habrá pegado.
Pero también han sido 4 años de aprendizaje, de aprender que ser feliz no es tener la pareja perfecta, con dinero y que sepa todos tus secretos, no es estar con alguien con el que estás muy bien en los momentos buenos, pero con el que es fácil pelearse y gritar... sino tener una que te respete y que, ante todo, esté ahí, aunque a veces tengas que pedirlo, pero que esté ahí y se preocupe por que estés bien. Y sobre todo, saber leer las diferentes formas que hay de demostrar a alguien que le quieres, porque hablar es muy fácil, pero no todo el mundo entiende los pequeños detalles como formas de amar. Una flor, una sonrisa, una caricia cuando menos te lo esperas, un regalito sin importancia escondido en la cesta de la compra... Todo eso es lo que enriquece una relación, mucho más que las palabras. Eso es lo que estoy aprendiendo ahora, que no hace falta decirle a la otra persona mil veces que la quieres, sino mostrárselo sin palabras. Esa forma «diferente» es la que perdura, ya que no corre el riesgo de volverse falsa.
Ser feliz no es conseguir lo que no tienes, sino conformarte con lo que tienes. Y es ahí cuando encuentras el balance, cuando consigues apreciar lo que tienes sin insistir en buscar algo que, tal vez, nunca puedas conseguir. Es verdad que el conformismo puede llegar a matarte, pero en este caso no es un conformismo por acomodarte a un tipo de vida fácil o a una situación que no quieres cambiar o que tienes miedo de cambiar. Este conformismo es, más bien, la aceptación de uno mismo y de que, con lo que se tiene, se puede ser feliz. Es un rechazo al materialismo absoluto y a intentar conseguir la utopía que se evaporará en cuanto nos acerquemos, y volverá a aparecer aún más lejos, para que volvamos a iniciar el camino de persecución.
También es verdad que muchas veces he querido tirar la toalla y volverme «a casa», a mi España, y empezar de nuevo. Pero luego pienso que la vida da muchas vueltas, y que nunca sé lo que voy a encontrarme allí, y tampoco valdría la pena dejar algo bueno como lo tengo para encontrar algo peor. Él no se lo merece, ni yo tampoco.
Pues sí, estoy enamorada y feliz, ¿y qué?
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